martes, 4 de enero de 2011

Felicidades


Las horas, los dias, meses y años, solo sirven para organizar nuestra memoria. Para nada más. Si no, que alguien me explique que es lo que cambia entre las diez de la noche del 31 de diciembre, cuando nos aprestamos a devorar el vithel toné, y las dos y media de la madrugada del primero de enero, cuando esquivamos una esquirla en medio de un acercamiento poco cauto a una explosión pirotécnica. Unas copas de sidra a lo sumo. No mucho más.
Le he dado vueltas al asunto y a la brillante conclusión que llegué es que, ni más ni menos, el o los cambios se producen en la cabeza de las personas. O en sus almas, lo mismo dá aquí. 
Pensemos en procesos, ciclos, momentos y toda otra gama de clasificaciones temporales que ayudan a encuadrarnos de alguna forma para no perdernos en el mar de obligaciones, plazos, límites y toda clase de cinturones del espíritu que el ser humano ha impuesto a su propio andar por la Tierra. 
Ok, la organización de la sociedad necesita de ellos para funcionar correctamente, como lo hace hoy...Pongamos que esto es así. Ahora yo digo: encontrarle la vuelta a todo este asunto, es cosa de cada cual. Ver la trama de la Torre de Babel no es tarea de magos o dioses, sino un laburo existencial que requiere más de intenciones que de experiencias, aunque estas ayuden tanto para conocerse a si mismo. A nuestros límites.
Porque ahi sí que los límites son bien visibles, dentro de uno me refiero. Sabemos o intuimos cuando algo no dá para más. Sentimos el desgarro de lo que se rompe y vamos saboreando despacio la dulzura de un comienzo. Atesoramos lo justo y necesario para poder volar, o decidimos con la inacción mantenernos aplastados en tierra firme, cargando enormes alforjas de desazón crónica. Elegimos creer en la mentira y vivir en ella, como el personaje traicionero de Matrix, o arriesgar de una vez los ojos ciegos de luz para sacar la cabeza del agujero y despegar los párpados embadurnados de intrascendencia egoísta y material. Y ver de una vez que somos esta mierda que somos, pero queremos cambiar para poder volver a cambiar, caminando, equivocandonos. Humanos y errantes.
Volvamos al calendario, a las fiestas. ¿Sirven para algo? Si, para engordar con justificación. Para cumplir, para reir, para llorar, para beber lo que no se bebió en todo el año o para continuar la chupadera, según el caso. Para verse por fuera, actuando las más de las veces. Para recordar. Y para fijar nuevos plazos ficticios.
Y lo digo no por descreído, sino porque esas metas no son más que pura bocinería cuando no hay un convencimiento profundo del cambio. De dejar vacía esa cáscara que fuimos hasta hoy, para pegar el salto y transformarnos en el fruto de nuestro propio esfuerzo interior por ser mejores personas de las que fuimos hasta ahora. 
Por eso propongo desde aqui una nueva función de estas fiestas, que coinciden para nuestros occidentales cerebros con el fin de año: un momento de reparación interior, de convencimiento de nuestras fuerzas y de verdadero compromiso con lo trascendente, con lo que nos dá  verdadera felicidad, si es posible bien lejos de cualquier objeto material y de la omnipresencia de ese gran perturbador que es el ego.
Cada uno establecerá por qué caminos andarán sus respuestas. Algunos prefieren llamarle Dios, otros las sentirán en la maravillosa brisa que dá el ser libres, y algunos más las tocaran en las manos de sus hijos. Es indistinto. Lo más importante, siempre, será saber que bajar los brazos es la opción que no debe estar en el menú navideño.
Solo así serán felices las fiestas.

Lupa 3-1-11

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